ARICA, Chile.– En lo alto de Cerro Chuño, en el norte de Chile, donde el sol golpea con fuerza todo el año, hay un sector que sobresale incluso entre las viviendas más precarias: un terreno baldío convertido en basural improvisado que se desliza por la ladera y se abre hacia el desierto de Atacama, uno de los lugares más áridos del planeta.En ese mismo sector funcionó hasta hace pocos años una de las llamadas casas de tortura del Tren de Aragua, un engranaje central para el control territorial y disciplinario de la organización criminal venezolana. De acuerdo con las investigaciones de la Fiscalía Regional de Arica y Parinacota y la Policía de Investigaciones (PDI), hasta allí eran llevadas personas retenidas —miembros que desobedecían órdenes, rivales o víctimas de extorsión— por su célula local, Los Gallegos, para ser sometidas a castigos físicos y psicológicos. En 2022, la Fiscalía halló en ese lugar el cuerpo de un integrante de la banda que había sido enterrado vivo.El centro de torturas fue demolido. Pero la violencia asociada a ese enclave volvió a quedar expuesta hace siete meses, a pocos metros de ese baldío. En la casa 63, fiscales y detectives encontraron una valija enterrada a menos de un metro de profundidad. Dentro había un cuerpo. Según los investigadores, se trataba de un “terrateniente” de Los Gallegos, castigado por quedarse con dinero de la organización. También fue enterrado vivo.La imagen recorrió el país y condensó, en una escena brutal, un fenómeno que domina el debate público chileno. En plena campaña presidencial, la expansión del crimen organizado y el aumento de la delincuencia se consolidaron como ejes centrales de la discusión política, alimentando promesas de mano dura, control migratorio y endurecimiento de las políticas de seguridad. En ese clima, tanto José Antonio Kast, referente de la derecha conservadora, como Jeannette Jara, candidata de la izquierda, compiten en un escenario atravesado por el miedo y la demanda de respuestas urgentes del Estado.En Arica, sin embargo, el hallazgo no sorprendió. En 2023, en ese mismo cerro, ya habían aparecido los cuerpos de dos hermanos colombianos enterrados vivos. Y un año antes, en 2022, la tasa de homicidios rozó los 18 por cada 100.000 habitantes, la más alta del país y en niveles comparables con los de algunas de las ciudades más violentas de la región.“El cambio fue brutal y muy rápido”, resume en diálogo con LA NACION el fiscal regional Mario Carrera. “Antes el homicidio típico era una pelea que se salía de control. En 2022 casi todos fueron homicidios del crimen organizado: ejecuciones, torturas, cuerpos enterrados en el desierto”.Hoy la cifra bajó, pero Arica sigue teniendo la tasa más alta de Chile, en torno a 9 asesinatos por cada 100.000 habitantes, frente a un promedio nacional que ronda los 6.Cerro Chuño condensa ese giro. La única manera de entrar allí para la Fiscalía es en camioneta blindada, con chaleco antibalas y casco. “Cerro Chuño es un lugar contaminado con plomo y arsénico, no habilitado para recibir población, pero ahí vive la mayoría de la población migrante. Es un asentamiento irregular donde no hay presencia del Estado ni de sociedad civil. Es tierra de nadie”, describe Stephanie Coscing Seguel, coordinadora territorial de la ONG World Vision en Arica.No siempre fue así. Originalmente, Cerro Chuño estaba ocupado por viviendas sociales. Cuando se descubrió la contaminación por polimetales, el Estado reubicó a las familias chilenas. Pero el cerro quedó a medio demoler, con casas vacías, calles polvorientas, postes de luz sin mantención. Con el correr de los años, primero grupos de colombianos y luego de venezolanos fueron ocupando esas estructuras abandonadas. La combinación de terreno tóxico, ausencia institucional y rutas cercanas a la frontera lo convirtió en el escenario ideal para que se instalara el Tren de Aragua.Fue en marzo de 2022 cuando la Fiscalía tuvo su primera señal nítida. En una escucha telefónica, dos narcotraficantes chilenos mencionaron que en ese cerro existía una “casa de torturas”. “Los huevones tienen una huevada donde torturan a los locos allá arriba”, dijo uno de ellos, antes de describir cómo un tercero había sido amarrado, apuñalado y llevado a ese lugar. Con ese indicio, Carrera y la PDI pusieron en marcha una operación encubierta inédita: agentes infiltrados, caracterizados como indigentes, comenzaron a deambular por el lugar.El más decisivo fue el agente D1, un policía que se hizo pasar por fletero chileno. Durante el día hacía fletes reales en la ciudad; de noche subía al cerro, sin protección, para ganarse la confianza de Los Gallegos. Su infiltración permitió reconstruir el organigrama y reunir pruebas que serían claves para un operativo masivo: más de cuarenta detenidos en un solo golpe, el desmontaje de buena parte de la célula local.El desembarco del crimen organizadoLa llegada del crimen organizado internacional coincidió con la gran ola migratoria desde 2018, agudizada por el cierre de fronteras durante la pandemia. Con los pasos regulares clausurados, miles de venezolanos, colombianos y ecuatorianos comenzaron a cruzar por pasos no habilitados, guiados por “trocheros” (coyotes).“En esos desplazamientos migratorios van actores criminales, pero lo realmente importante es cómo las organizaciones utilizan ese proceso para generar una economía ilícita rentable: cobran por el paso, hacen trata de personas, usan las mismas rutas para drogas, armas y municiones”, explica el experto en seguridad Pablo Zeballos. “Cuando alguien no tiene para pagar, queda con una deuda impagable con la estructura criminal y pasa a una forma permanente de sumisión”, añade.La expansión se dio por etapas. Primero, una fase de exploración: bandas mixtas empezaron a probar el terreno, cobrando peajes por las “trochas” y ofreciendo “protección” a cambio de pagos semanales. Luego una fase de penetración, la más violenta, en 2021–2022. Allí, organizaciones más sofisticadas como el Tren de Aragua desplazaron a los grupos pequeños y tomaron el control de los puntos estratégicos: la frontera, el terminal de buses, el cerro.“Son avasalladores, no respetan fronteras internas ni límites tácitos. Su objetivo es ocupar cada espacio”, resume un investigador. El resultado fue un salto brutal en la violencia: homicidios con sello de ejecución, cuerpos enterrados en el desierto, secuestros extorsivos, descuartizamientos usados como mensaje disciplinario.Arica, muy cerca de la frontera con Perú, no fue elegida al azar. “A esta región nadie trae droga para venderla acá. Arica es una cabeza de playa: por geografía estamos entre dos países productores, tenemos puerto y libre tránsito hacia Bolivia. Desde aquí la droga baja al sur o sale al mundo”, sintetiza Carrera. El puerto ariqueño, sumado al régimen de libre tránsito para la carga boliviana acordado tras la Guerra del Pacífico, permite que contenedores sellados entren y salgan con menores sospechas que en otros puertos de la región.Cuando empezó esta transformación, la institucionalidad no estaba preparada. “Éramos una fiscalía ingenua. Teníamos una excelente brigada de homicidios, pero pensada para homicidios ocasionales”, admite Carrera.La irrupción del crimen organizado obligó a cambiar todo. El fiscal presentó proyectos al gobierno regional, a la Delegación Presidencial y al Ministerio del Interior para montar un modelo nuevo de persecución penal. Con esos recursos contrató equipos multidisciplinarios -psicólogos, antropólogos, sociólogos, ingenieros, contadores, programadores-, digitalizó unas 300.000 causas de los últimos 20 años y desarrolló software de análisis que hoy se utiliza en todo Chile.La unidad ECOH (Equipo contra el Crimen Organizado y Homicidios) convirtió a Arica en un laboratorio. Un país más violentoLo que Arica vivió hace tres años hoy se siente en el resto de Chile. A nivel nacional, la tasa de homicidios pasó de niveles cercanos a 3 por cada 100.000 habitantes hace una década a alrededor de 6 homicidios por 100.000 en 2024, según cifras oficiales del Ministerio del Interior.Paralelamente, los delitos asociados al crimen organizado aumentaron un 8,4% entre 2022 y 2023, hasta llegar a una tasa de 775,49 delitos por cada 100.000 habitantes, de acuerdo con el Indicador Nacional de Crimen Organizado elaborado por el Centro de Estudios en Seguridad y Crimen Organizado (Cescro) de la Universidad San Sebastián. Las regiones más afectadas son precisamente Tarapacá, Arica y Parinacota y Antofagasta, que concentran tanto la mayor frecuencia como las tasas más altas de delitos ligados a estas estructuras.La sensación ciudadana acompaña ese deterioro. Según la última Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (Enusc), un 38,5% de los hogares declaró haber sido víctima de algún delito en los últimos 12 meses y el 28% de las personas dijo haber sufrido al menos un delito en ese período.Una medición de la Fundación Paz Ciudadana mostró que un 23,8% de los consultados considera “bastante o muy probable” ser víctima de un homicidio en los próximos 12 meses y un 21,3% cree que podría ser secuestrado.“En etapa electoral la epidermis social está muy activa. Un pequeño alérgeno puede generar una reacción gigantesca que no necesariamente refleja la realidad”, advierte Zeballos. Migración, miedo y xenofobiaEn una década, Chile vivió uno de los procesos migratorios más rápidos de su historia reciente. Según datos del Servicio Nacional de Migraciones y el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), hasta 2023 se estimaban 1.918.583 personas extranjeras residentes en el país, casi el 10% de la población total. La mayoría son venezolanos, haitianos, peruanos y colombianos. Una porción importante está en situación irregular por haber ingresado por pasos no habilitados o por trabas burocráticas en la regularización.“En Chile no hay gestión migratoria. Todo está colapsado y el debate se centra solo en control”, critica el sociólogo e investigador Ignacio Eissmann. El sociólogo Pablo Roessler va más allá y describe un problema de fondo: “Hay un problema de cohesión social en Chile hoy y esto se intensifica entre chilenos y extranjeros”.Sobre esa matriz identitaria se monta el miedo al delito. “Hay un tratamiento mediático y político de la migración que la asocia más fuertemente de lo que realmente es con la delincuencia”, afirma Roessler. “Aparecen crímenes que no se veían antes y son amplificados en los medios y en los discursos políticos. Estos elementos de la identidad chilena actual pueden llevar a votar por alguien que aborde la migración desde el control”, advierte.Así, en los días previos al balotaje, las cámaras se concentraron en el complejo fronterizo Chacalluta–Santa Rosa, entre Arica y Tacna (Perú). Imágenes de familias con valijas bajo el sol, policías peruanos con uniforme militar y largas filas de migrantes esperando trámites alimentaron la idea de una “crisis” en la frontera, con personas que supuestamente huían de Chile por temor a una eventual victoria de Kast. En ese contexto, el gobierno peruano llegó a decretar el estado de emergencia en la zona fronteriza, ante el temor de una afluencia repentina de migrantes desde Chile. Sin embargo, sobre el terreno, autoridades y organizaciones coinciden en que se trató de un episodio acotado, amplificado por el clima electoral y por la centralidad que la migración y la seguridad habían adquirido en la campaña.Pero la inquietud es palpable. “Se vienen las elecciones y tenemos mucho miedo de lo que pueda pasar”, dice a LA NACION Ana, una venezolana de 28 años que pasea a su perro por la playa de Arica. En ese contexto, la migración irregular y el crimen organizado se convirtieron en ejes centrales de la campaña. Kast, referente de la derecha, hizo del tema su bandera, con planes que prometen ampliar las facultades de Carabineros, desplegar Fuerzas Armadas en zonas críticas y acelerar las expulsiones de migrantes sin papeles o con antecedentes.La experta en seguridad Lucía Dammert considera que ese énfasis responde más a una lógica electoral que a la realidad actual. “Cerrar la frontera es imposible. Chile tiene una de las fronteras más largas del mundo. La idea de seguir insistiendo en la frontera tiene un resorte mucho más electoral que una respuesta a un problema real. La sensación que transmite Kast es la de un desborde. Y eso ya no está sucediendo”, considera.Dammert también desmonta la promesa de expulsiones masivas: “Para expulsar a todos los migrantes irregulares necesitarías un avión de cien personas diario por nueve años. Es retórica electoralista, no una política aplicable”. Lo que sí es posible, coinciden los especialistas, es un escenario de endurecimiento, como prometen desde los dos comandos que llegaron al balotaje: más trabas a la regularización, expulsiones selectivas, mayores requisitos para renovar visas. Eso basta para encender el temor entre quienes viven en la irregularidad. “Sí, hay miedo. Especialmente entre la población irregular”, reconoce Eissmann. Roessler matiza: “Decirte que habrá un éxodo sería irresponsable, pero la cuenta regresiva que plantea el candidato puede motivar a algunos a irse voluntariamente”.
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13/12/2025
